Incompetencias

José Martín
7 min readDec 17, 2022

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En un mundo perfecto, todos llegaríamos a ser capaces de escribir el Quijote, de diseñar un reactor nuclear, de bailar en puntas el «Lago de los cisnes», de dominar seis idiomas o de intervenir quirúrgicamente un tumor cerebral. Por no hablar de montar una caldera, cambiar la correa de distribución, montar una red local, tapizar un sillón orejero o restaurar el viejo aparador de los bisabuelos. Quizá no sería tampoco un mundo perfecto, ya que en el mundo que hemos ido eligiendo generación tras generación la especialización y la especificación han ido cobrando mayor protagonismo en la formación. Parece indudable, por tanto, que en el mercado laboral se necesitan personas especialistas para desempeños cada vez más técnicos. Ahora bien, como siempre, ¿acaso desde la infancia hemos de ir preparando a los futuros adultos para que desempeñen trabajos tan específicos? La respuesta no es obvia, tanto si lo pensamos desde el utilitarismo como si lo pensamos desde el humanismo. Hay un consenso en que ha de haber una formación o educación básica, por la que el alumnado vaya desenvolviéndose en el entorno de manera más autónoma y con mayor seguridad, para lo cual comprenderá su entorno cultural, social, natural e irá asimilando sus posibilidades de acción, así como las posibilidades de interaccionar con ese entorno. Se le puede llamar capaz, competente o como queramos al individuo que se desenvuelve en un entorno dado. El calificativo de competente quizá denota características más propias del ámbito laboral o, si se quiere, de demostrar pericia en algo. Para la reflexión de este texto, tanto nos da, pero quede subrayada esa apreciación teniendo en cuenta que la denominación de competencias clave parte de la OCDE.

Volviendo a los ejemplos citados para el supuesto mundo perfecto, para escribir como los ángeles parece necesario saber contar cosas, quizá también el código escrito… Pero antes habrá que haber leído mucho o, al menos, haber vivido cosas interesantes… No sé si al nivel de Cervantes o de Shakespeare, pero quien lo escribe debe al menos conocer diversos estilos de redacción. O ser una especie de Homero anónimo escritor de biblias y demás odiseas. Pero vayamos al caso de un cirujano: que ya no es el barbero medieval, sino una persona que, tras seis años de licenciatura en Medicina y otros cuatro años de especialización, sigue actualizándose acudiendo a congresos, leyendo papers… Y claro, habiendo alcanzado antes unos mínimos conocimientos de química, de física, de biología, de anatomía, de farmacología… Conocimientos para los que, antes, ha debido aprender sociales, naturales, matemáticas, lengua, inglés…

Y por si les parece poco, una cosa es lo que un individuo sabría decir, como para hacer un manual, por ejemplo. Otra cosa sería lo que un individuo sabría hacer, como jugar siguiendo las reglas del manual. Y otra cosa sería cómo ese individuo actuaría: si respetaría las reglas del juego o si haría trampas. Digamos que para ser competente en ese juego, el individuo habría de cumplir esas tres condiciones.

Pues con estas tres últimas apreciaciones sobre lo que es saber o no saber, o estar formado o no estarlo, pueden imaginarse que ese nominalismo sobre competencias está de más. Y no es que esté de más para un ámbito tan concreto como el puesto de trabajo, sino que está de más para conocer si una persona cuenta con las herramientas necesarias para desenvolverse en el día a día, sea donde fuere. De acuerdo con que cada profesión tiene su terminología, pero con cada legislación sobre educación da la sensación de que tratan de imponerse términos y ¡ay del docente que no se acoja a ellos! Cuando, en realidad, todos conocemos a maravillosos docentes que conocen a quiénes enseñan, para qué les enseñan y qué modelo de ciudadanos críticos (con criterio) quieren formar. De acuerdo, todo cambio legislativo en educación ―porque es un vaivén de cambios legislativos en educación, esa es la verdad― es mal recibido por quienes nos dedicamos a la enseñanza, o por casi todos. Y no es sorprendente que creamos que el enemigo de la escuela está dentro.

Ahora bien, y aquí está el meollo de lo que les planteo: ¿alguien se ha planteado cómo corregir o reconducir a los enemigos de la escuela? O si lo prefieren, «enemigos del currículo». No a los de dentro, que a esos los vamos conociendo, sino a los de fuera. Y tampoco a los infiltrados, que también.

Así, a bote pronto, se me ocurren unos pocos: empleos precarios que dificultan que los progenitores puedan atender mejor a sus hijos, campañas publicitarias que venden basura (apuestas online, ídolos de barro, mensajes de galletita china…), objetos de transición con más publicidad de mierda (redes sociales, por llamarlas de alguna forma; vídeos sin filtro…) y unos políticos sumidos en las ideas felices de centenares de asesores adoradores de la publicidad institucional y de partidos. Políticos y asesores que confían toda la prevención de dificultades a la escuela y se olvidan (conscientemente) de todo lo anterior y de dotar de recursos humanos a otros estamentos como los servicios sociales.

Me pregunto cuántos chavales que vieron todas las películas de Harry Potter con seis años leerán los libros de la saga años después, por ejemplo. Pero será mejor que lo ilustremos con más ejemplos. En tres etapas (Infantil, Primaria y Eso), con dos casos extremos en cada una:

Numeritos en Infantil

Caso A

Jonathan sabía los números del uno al veinte antes de cumplir los tres años, me recalcan sus progenitores. Antes de subirse los pantalones después de mear, me señala la madre. Antes de comer solo con la cuchara, añade el padre. No sabemos qué hacer con un niño tan listo, porque, claro, siendo tan listo no podemos ir al parque con él, por las envidias de los demás padres, ¿sabe usted? Y si le dan de lado, no sabemos cómo reaccionar. Podrían pegarle, y eso sí que no, porque si le pegan, el Jonathan va a defenderse, que tonto no es. Si le viera cómo maneja la consola… Es una máquina. Mejor que su padre con las frutitas y los diamantes. ¿A la oca? No, ¿para qué vamos a jugar a la oca con él? ¡Hombre!, es listo, pero aún no sabe contar con los dados.

Caso B

A nosotros no nos molesta que sepa los números, pero preferimos que los descubra él. Es que Íker es muy ingenioso, asevera la madre. Si no lo sabe, se las ingenia, completa el padre. Nosotros queremos que sea feliz, y algunas cosas del colegio no sirven para la vida, ¿verdad, Toño? Sí, sol. Cumplirá seis años este septiembre, por eso le escolarizamos. Es que no hemos encontrado una escuela de nuevas metodologías… A ver, sin desmerecer esta, que quede claro. Pero no es lo que buscábamos. No, no le interesan mucho los libros. No, si claro que aprenderá a leer, pero cuando lo necesite, pero es que no tiene ni curiosidad; ¿no ve que todo está con dibujitos? Pues lo mismo con los números: ya aprenderá cuando le hagan falta.

Felicidad en Primaria

Caso A

Con la vida he aprendido que hemos nacido para ser felices, y en este colegio no se ayuda a los críos a ser felices. Aprender, aprender y nada más que aprender. ¿Para qué? En otros colegios los chicos bailan, cantan, hacen murales… Yo no creo que esos alumnos estén peor preparados. Al contrario, son más felices que nuestros hijos. ¡Pero cómo voy a cambiar a mi hijo de colegio! Si tiene aquí a todos los amigos desde que entra a las siete y media de la mañana hasta que sale a las cinco y media de la tarde.

Caso B

Mire, no. Usted dedíquese a dar clase de matemáticas, de lengua, de sociales y de naturales y deje los valores para su madre y su padre. Que sí, que me parece muy bien que la ley y el Sursum Corda digan que hay que educar en derechos humanos, pero que ya le digo yo que eso es política y no queremos que nuestra hija esté ideologizada. Pero ¿usted no se da cuenta de que usted trabaja para mí? ¿Que yo pago mis impuestos para que usted enseñe a mi hija? ¡No para que me la adoctrine, coño! Así que, a callar, ¿le queda claro?

Quedarse con la copla en Secundaria

Caso A

No se imagina la de letras que se sabe la Míriam: todas las del Quevedo… ¿Siglos de Oro? No sé. Bueno, todas esas del Youtube. Lo que pasa es que es muy cortadita la pobre. Si es que como se pasa media tarde metida en su habitación, y la vemos tan feliz, para qué vamos a molestarla. Ella se pone sus canciones y las canta a los tíos y a los abuelos cuando se quedan con ella. Le hemos animado a apuntarse a clases de baile. También de canto… ¡Ja, ja, ja! ¡Qué ocurrente es usted! No, siempre de cara; nuestra Míriam siempre de cara. Entonces, pues eso, que memoria tiene, pero para lo que ella quiere, a ver si me entiende. Así que, por ponerle una pega, sin que me malinterprete, a lo mejor ―digo «a lo mejor», eh― es que usted no acaba de engancharla, ¿sabe?, motivarla. ¿Puede ser?

Caso B

Lo cierto es que nuestro Mario es megacreativo. ¿No ha escuchado usted alguno de sus raps? Son auténticos. No necesita aprender gramática: míreme a mí: a punto de cumplir cuarenta y sin haber logrado nada. Sin embargo, el chico ya va posteando canciones en Tiktok. La de la «Vida es de quien se lo curra» ya tiene más de mil «likes». Además es muy buen chaval. Yo creo que se merece aprobar, aunque solo sea por la actitud. No, si a nosotros no nos importa demasiado que saque buenas notas, pero es que luego el chaval se frustra, ¿sabe? Bueno, ya le digo, el chaval se esfuerza a su manera. Porque vago no es, eso se lo aseguro. Yo solo le estoy pidiendo que sea justo con él y que le apruebe. Ya aprenderá sintaxis; eso se lo aseguro.

Pero no, el problema es que usted, estimado docente, usted no sabe enseñar. Haga vídeos, conviértase en creador de contenidos y enganche a su alumnado, que para eso hemos comprado cientos de paneles digitales, miles de portátiles y táblets, y pagamos cursos de digitalización como Dios manda, o como la UE y la OCDE mandan. ¿Lobbies? No sé de qué me habla.

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